Comentario
Desde el momento en que los españoles aprobaron la Ley de Reforma Política hasta que se celebraron las elecciones de junio de 1977 transcurrieron muchas semanas y hubo momentos en que parecía que las dificultades iban a producir el colapso del programa reformista. Al menos hubo dos ocasiones en las que pareció que la reforma estaba en gravísimo peligro: la primera en el mes de enero de 1977, cuando la doble presión del terrorismo de distinta significación pudo provocar un enfrentamiento de los españoles, y la segunda en la Semana Santa, con la legalización del Partido Comunista.
De no haber existido una voluntad decidida en la mayoría de los españoles de avanzar hacia un sistema de convivencia democrática es muy posible que en ambas ocasiones se hubiera producido una involución. El mérito de que no sucediera así reside no sólo en la sociedad española sino en la actitud de los dirigentes de los partidos y, sobre todo, del Gobierno. El presidente Suárez tuvo aquí su mejor momento, sobre todo en lo que respecta a su capacidad de medir el tiempo para su complicada labor reformadora. En su operación reformista era muy consciente de que debía actuar a dos ritmos: el más complicado era aquel en que debía preparar unas elecciones en libertad. Sus mejores virtudes se hicieron patentes en ese momento: su inteligencia para saber captar el momento político, su enorme capacidad de trabajo, a menudo acompañada de horarios anárquicos, y su permeabilidad ante las sugerencias de la oposición. Todo ello justifica la rapidez con la que se realizó el proceso de transición, ya que tan sólo seis meses después de la celebración del referéndum se realizaron unas elecciones libres. Lo sucedido durante este período sirve para demostrar que un Gobierno como el suyo puede resultar más funcional para ese propósito constituyente que otro provisional procedente de la oposición democrática.
Acerca de la evolución de la política económica durante el período de la transición, no hay que olvidar que los efectos de la crisis económica gravitaron de manera constante sobre los acontecimientos políticos y de orden público. En los meses de verano de 1976 hubo tan sólo un goteo de medidas parciales y este año fue el más negativo para la economía española desde 1970. El paro ascendió al 6%, cifra impensable hasta entonces, y el crecimiento del PNB no llegó al 2%, a la vez que la inflación se situó en el 20%. El ajuste económico que habría sido necesario en condiciones normales se dilató de manera voluntaria. No hubo inconveniente alguno en aceptar subidas salariales y aumentos en los gastos sociales que en buena lógica no hubieran tenido sentido si las circunstancias políticas fuesen otras.
Pero los incidentes de orden público pesaron más que los problemas derivados de la crisis económica. No debe olvidarse que las autoridades de orden público heredadas del pasado no eran lógicamente las más proclives a aceptar la transición a la democracia y, aunque lo fueran, no siempre sabían responder a las necesidades del momento; al mismo tiempo que se producía la reforma política era necesario realizar una entre las fuerzas de orden público.
En el momento mismo de la aprobación de la Ley de Reforma Política se produjeron los mayores problemas de orden público. No existe la menor duda de que si algunos regímenes políticos del Tercer Mundo no hubieran apoyado al terrorismo éste habría sido mucho menos efectivo, pero esto no debe hacer pensar en una especie de conspiración contra la democracia española. Las dificultades iniciales de ésta procedían de la existencia de unos grupos terroristas que, gracias a torpes o excesivas actuaciones policiales, vieron crecer el número de sus militantes y lograron un apoyo social suficiente para aumentar su efectividad. En los comienzos de la transición la totalidad de los nacionalistas vascos se negaba a utilizar el término terrorismo para designar a ETA.
Entre los años 1976 a 1980 aproximadamente, el 70% de los actos terroristas fueron responsabilidad de ETA, pero a partir de esta fecha prácticamente tuvo el triste monopolio de la acción terrorista. En esta primera etapa el número de muertos por terrorismo se mantuvo relativamente estabilizado en cifras inferiores a los treinta muertos (26 en 1975, 21 en 1976 y 28 en 1977), pero a partir de 1978 se disparó a 85, alcanzando el máximo en 1980 con 124 muertos. Desde entonces, la política de reinserción y de persecución paralela del ministro Juan José Rosón redujo de manera drástica el número de muertos, a 38 en 1981 y 44 en 1982.
Lo que nos interesa es el efecto político que en un determinado momento pudieron tener las acciones terroristas durante los primeros momentos de la transición. En ellos tuvo una considerable relevancia la actuación del GRAPO, un grupo de tendencia pro-china surgido del PCE (m-l), en el que resulta característico su extremado sectarismo. La mayoría de sus miembros procedía de zonas en donde había existido una extremada conflictividad social en la etapa final del franquismo, como Cádiz, Vigo y el País Vasco. Su violencia era producto de elucubraciones teóricas simplicísimas que les llevaban a intentar lograr la reconstrucción de un comunismo radical. Finalmente acabó descomponiéndose en una serie de pequeños grupúsculos aunque antes, sin embargo, logró hacer peligrar varias veces a la naciente democracia española.
El GRAPO llevó a cabo los secuestros de Antonio de Oriol, presidente del Consejo de Estado, en diciembre de 1976, antes de que se aprobara en referéndum la Ley de Reforma Política, y unas semanas más tarde el del general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Los terroristas querían intercambiar sus rehenes por correligionarios suyos en prisión, pero tuvieron la sorpresa de que los medios de comunicación atribuían el acto a la extrema derecha. La espera impuesta por el deseo de ver cumplido su objetivo permitió que, a mediados del mes de febrero de 1976, las fuerzas de orden público liberaran a los rehenes. La ocasión fue vista con alivio por la opinión pública, sobrecogida todavía por un atentado de la extrema derecha que tuvo lugar el 24 de enero en un despacho de abogados laboralistas del Partido Comunista, que arrojó un resultado final de siete muertos.